El vuelo y la niebla
Madrugar es una de esas torturas modernas que algunos, como yo, practicamos por gusto. Bueno, gusto... más bien por esa adicción absurda a la luz azulada del alba, esa que promete mucho y casi siempre entrega poco. Aún no eran ni las siete cuando ya estaba camino de la balsa de Betoño, en pleno humedal de Salburua. La radio apagada, el termo con café barato humeando en el asiento del copiloto y la esperanza (tan terca como yo) de encontrar una de esas escenas que hacen que la vida tenga un poco de sentido. O al menos, una foto decente para justificar el madrugón. Al llegar, la niebla era tan espesa que parecía que el mundo se había esfumado y sólo quedaba yo, el barro y ese silencio denso, casi sospechoso, como de película mala de terror. Ese tipo de niebla que no sabes si te va a regalar una imagen de ensueño o te va a colar un resfriado de campeonato. Pero ya estaba allí, así que monté el trípode, coloqué el teleobjetivo y me dediqué a esperar... como un idiota estoico en mitad ...