El bosque de Oma y el arte que lo arruinó
Hay cosas que huelen a impostura desde lejos, como un perfume barato en un ascensor. El Bosque de Oma, ese experimento cromático de Agustín Ibarrola perdido entre los hayedos de Kortezubi, es una de ellas. Se presenta como una fusión de arte y naturaleza, pero lo que realmente ofrece es un parque temático del ego disfrazado de intervención artística.
Ibarrola, que algunos veneran como visionario del land art a la vasca, pintó decenas de árboles vivos con formas geométricas, ojos, figuras humanas, rayas multicolores y hasta motoristas como si el bosque fuera un cuaderno de colorear infantil. Y ahí estuvo la cosa, años al sol y la humedad, como un mural psicodélico que se descomponía lentamente. Hasta que el bosque, literalmente, murió.
Sí, el Bosque de Oma original ha pasado a mejor vida. La causa fue la banda marrón, una enfermedad provocada por un hongo (el Phaeolus schweinitzii, para los curiosos), que afecta principalmente a los pinos y acabó por condenar al conjunto. ¿Fue culpa de la pintura? No hay pruebas directas. Pero tampoco hay mucha ética en pintar árboles vivos como si fueran postes de feria, así que que cada cual saque sus conclusiones. Lo surrealista es que, en lugar de dejar que el monte descanse en paz, han decidido replicar la obra en otra ubicación cercana. Copia y pega. Misma brocha, distinto bosque. Todo muy institucional, muy resiliente, muy absurdo.
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Bosque de Oma, País Vasco, abril 2017 Nikon D-7000, Nikon 12-24 mm. f/4 a 24 mm. Apertura f/4 Obturación 1/50 s. ISO 220 |
Y no es que uno esté en contra del arte, ojo. Pero hay líneas que no deberían cruzarse. Pintar sobre la corteza de un árbol no es más poético que tallar tu nombre con navaja en un banco del parque. Es, en esencia, lo mismo: una manera de decir “yo estuve aquí”, aunque el sitio no te pertenezca. No hay contemplación ni respeto, solo apropiación.
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Bosque de Oma, País Vasco, abril 2017 Nikon D-810, Nikon 70-200 mm. f/2.8 a 170 mm. Apertura f/5.6 Obturación 1/80 s. ISO 320 |
Todo esto entronca con esa corriente de arte vasco que tan bien se lleva con el hormigón, el acero oxidado y las frases grandilocuentes. Chillida, con sus estructuras metálicas dedicadas al viento que parecen sobras de un astillero. Oteiza, el místico del cubo, que vaciaba bloques para buscar lo espiritual y terminó produciendo una especie de IKEA del existencialismo escultórico. E Ibarrola, claro, que convirtió un hayedo en lienzo sin pedirle permiso al bosque.
Lo fascinante de todos ellos es su capacidad para vender silencio, vacío o pintura como revelación estética. Si no lo entiendes, es que no eres lo suficientemente culto. Si te parece feo, es que no lo estás mirando bien. Y si se mueren los árboles, bueno, es un daño colateral menor en nombre del arte con mayúsculas. Porque cuando un artista vasco te dice que su obra “dialoga con el entorno”, lo que realmente quiere decir es que lo ha invadido y lo ha dejado irreconocible.
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Bosque de Oma y los motoristas, País Vasco, abril 2017 Nikon D-810, Nikon 70-200 mm. f/2.8 a 112 mm. Apertura f/5.6 Obturación 1/80 s. ISO 1000 |
Pero lo peor del Bosque de Oma no es su estética discutible. Lo verdaderamente inquietante es esa arrogancia con la que el arte contemporáneo se planta en plena naturaleza como si todo le perteneciera, como si el paisaje estuviera esperando a ser “intervenido”. Hoy te pintan una haya como si fuera un muro de parque infantil, y mañana te encajan una escultura de acero en mitad de un valle porque alguien decidió que eso “dialoga con el entorno”. No hay diálogo, hay monólogo. Y además, estridente.
Hoy más que nunca, el respeto por la naturaleza debería estar por encima del capricho estético. Si el arte no sabe estarse quieto, si necesita dejar su huella aunque nadie se la pida, entonces tal vez no está homenajeando nada: está simplemente estorbando. Porque hay paisajes que no necesitan ser interpretados, solo dejados en paz.