Historia tras la foto: Templo de Debod

El Templo de Debod, con más de 2200 años a sus espaldas, fue un regalo de Egipto a España en 1968, como agradecimiento por la ayuda prestada en una de esas campañas internacionales que suenan a épica… pero que, si rascas un poco, huelen a parche mal puesto. Me refiero a la operación de la UNESCO para salvar los templos de Nubia, en peligro de desaparición por culpa de la presa de Asuán, esa mole de hormigón soviético que prometía domar el Nilo a cambio de anegar siglos de historia.

El plan era sencillo y demencial a la vez: desmontar piedra por piedra templos enteros y recolocarlos en sitios más altos, como si fueran piezas de Lego gigantes. Y funcionó. Abu Simbel se salvó, Philae también. Y como Egipto no tenía dónde meter tanto templo suelto, empezó a repartirlos como si fueran diplomas honoríficos: el de Dendur para Estados Unidos (lo tienen encerrado en una pecera gigante en el MET), el de Taffa para Holanda, el de Ellesyia para Italia... y a España nos cayó el de Debod. Todo muy simbólico, muy diplomático, muy de postal.

Lo trajeron a Madrid y lo colocaron en el Parque del Oeste, mirando de este a oeste, igual que en su emplazamiento original. Al menos eso se respetó. Pero claro, lo que no se trajo fue el desierto seco que ayudaba a conservarlo, ni el respeto por la piedra arenisca. Aquí lleva décadas al aire libre, sufriendo un clima que le va como una patada, con la humedad madrileña metiéndose por las juntas y el vandalismo haciendo de las suyas. La conservación, por llamarla de alguna manera, ha sido un despropósito tras otro.

De hecho, poco después de hacer esta foto, reventó una tubería del estanque que lo rodea. Desde entonces, el agua brilla por su ausencia y lo que queda es un foso seco que más que enmarcar, entierra visualmente al templo. Un símbolo más del abandono.

Y es una pena, porque uno de los mejores atardeceres de Madrid ocurre aquí. Cuando el sol se esconde, se encienden las luces que bañan las piedras milenarias, y el cielo empieza a mutar en una sinfonía de colores: fuego, púrpura, azul profundo. Una escena casi sagrada… si consigues abstraerte del descuido, del deterioro y de esa sensación de que lo que se salvó con tanto esfuerzo, aquí se va deshaciendo sin que a nadie parezca importarle.

Atardecer en el Templo de Debod, Madrid, abril 2018
Nikon D-750, Sigma Art 24-105 mm. f/4
Focal 42 mm. Apertura f/16 Obturación 1.6s. ISO 50

CONSEJOS FOTOGRÁFICOS

Si vas con la cámara a cuestas, conviene llegar con tiempo. No serás el único cazador de atardeceres: el lugar se llena de gente con móviles en alto, trípodes y postureo, así que mejor adelantarse y buscar un encuadre decente antes de que el gentío lo invada todo. Desde la esquina izquierda, mirando hacia el ocaso, hice yo la foto: buen sitio si no quieres que aparezcan los edificios del fondo, que rompen bastante la magia.

Cuando hay agua (si es que algún día vuelven a arreglar el dichoso estanque), lo ideal es evitar que se vean los bordes. Por eso clavé dos patas del trípode dentro del agua y dejé la cámara a ras de superficie, bajita, como si acechara. Ese punto de vista más bajo suaviza el reflejo y elimina distracciones.

Una vez el sol empieza a caer, con el encuadre decidido y el enfoque ya en su sitio, solo queda disparar a medida que la luz se transforma. No hay que volverse loco: basta con ajustar la velocidad de obturación para ir adaptándose a los cambios. Así se capturan las distintas tonalidades del cielo y se consigue un buen equilibrio entre la luz artificial del templo y el resplandor del horizonte. Técnica sencilla, resultado potente... si el templo aguanta.


Detrás de la cámara, Madrid, abril 2018
iPhone 7



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