Historia tras la foto: Niebla, Leifur Eiriksson y Hallgriskirkja

 Aterrizamos en Keflavík a las tantas de la madrugada, con más ojeras que sentido común. Recogimos el coche de alquiler y, en un brillante ejemplo de “turismo low-cost extremo”, decidimos empezar a explorar sin dormir. Total, una noche de hotel menos —bendita miseria planificada.

Después de horas deambulando por carreteras desiertas y paisajes que parecían sacados de otro planeta, llegamos al centro de Reikiavik, envueltos en una niebla espesa como el chocolate caliente. Era junio, y en estas latitudes el sol se empecina en no esconderse, como si Islandia no quisiera perderse detalle.

Aparqué junto a Hallgrímskirkja, esa iglesia de hormigón que parece salida de una película futurista o de un sueño húmedo de un arquitecto brutalista. Su fachada principal, por cierto, no es un capricho estético al azar: está inspirada en las columnas basálticas que tapizan los acantilados de la playa de Reynisfjara, al sur del país. Naturaleza y arquitectura, en plan geología elevada a religión.

Tensi, mi compañera de viaje, se quedó dormida en el coche, ajena al espectáculo. A veces la sabiduría se disfraza de siesta.

Yo salí a caminar, con ese andar errático que uno tiene cuando el sueño se mezcla con la curiosidad. Entre la niebla, justo frente a la iglesia, me topé con un vikingo. Así, sin previo aviso. Plantado sobre un pedestal, hacha en mano, pecho de bronce inflado y mirada fija en el Atlántico. Era Leifur Eiriksson, apodado “el afortunado”, uno de los primeros europeos en pisar América, quinientos años antes de que Colón siquiera aprendiera a decir “carabela”. Y claro, los islandeses no olvidan ese detalle.

Estuve un buen rato buscando el encuadre ideal. La niebla era aliada, no obstáculo: envolvía la escena como un filtro natural de misterio. Para este tipo de tomas, por cierto, conviene sobreexponer entre 1 y 1.7 puntos, si no quieres acabar con una imagen tan gris y apagada como una tarde de domingo sin café.

Finalmente, disparé la foto que quería. Leifur parecía emerger del tiempo, con la iglesia de fondo como un eco de su leyenda. Una postal perfecta del desvarío islandés: mística vikinga y arquitectura luterana, todo bañado en vapor helado.

La niebla tiene esa virtud: transforma lo ordinario en mítico. Y uno, sin dormir, empieza a ver cosas que quizás siempre estuvieron ahí, esperando el momento justo para aparecer.


Leifur Eiriksson y Hallgriskirkja, Reykjavik, Islandia, junio 2016
Nikon D-810, Sigma Art 24 mm. f/1.4
Apertura f/8 Obturación 1/60s. ISO 400



Posando en las columnas basálticas de Reynisfjara, las cuales inspiran la fachada de Hallgrímskirkjajunio 2016




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