Revuelta en Éfeso.

 

Cámara en mano avanzaba despacio entre las ruinas de Éfeso, observando el mismo mármol por el que, siglos atrás, pasearon griegos, romanos y otomanos. Iba en busca de la fotografía perfecta, esa que siempre se me escapa, cuando me topé con un ejército de turistas, uniformados con gafas de sol caras, sombreros de ala ancha y sonrisas de anuncio. La mayoría ignoraba por completo dónde se encontraba, absorta en capturar su reflejo sonriente en la minúscula lente del móvil, repitiendo poses ensayadas una y otra vez, sin más interés que el de alimentar su colección de instantáneas vacías. Las columnas, testigos impasibles de siglos de historia, no eran para ellos más que un telón de fondo ornamental, un decorado inerte que poco importaba mientras la luz fuera la adecuada y el encuadre favorecedor.

Al llegar ante la Biblioteca de Celso, esa joya milenaria que tantas veces soñé fotografiar bajo el cálido sol del atardecer, encontré una escena grotesca. Un grupo de cruceristas anglosajones—con cara de estar a punto de reclamar un Martini seco antes que interesarse por la historia que los rodeaba—había reservado, con sillas y mesas decoradas con manteles blancos, la explanada frente al monumento. Allí aguardaban champán en mano, ajenos al escenario que los rodeaba.

Los visitantes comunes, turistas humildes y curiosos genuinos, murmuraban indignados. El descontento crecía como un murmullo subterráneo que anticipa tormenta. Yo, que no soy dado a entusiasmos colectivos, observaba con la cámara en silencio, esperando. Me fascinaba más aquella tensión palpable que la foto perdida.

Y entonces ocurrió. Una mujer con acento italiano y un hombre con mochila al hombro rompieron la barrera imaginaria que dividía a los privilegiados de los plebeyos. El tumulto avanzó sin permiso, como una ola lenta pero imparable. Los guardias, incapaces de contener la avalancha pacífica, se rindieron encogiendo los hombros. Los cruceristas, turbados, no tuvieron más remedio que retirarse, mascullando ofendidos comentarios en una lengua distinta a la de las piedras que pisaban.

Observé la escena en silencio, cámara en mano pero sin disparar, consciente de que aquel instante, más allá de la fotografía, merecía una reflexión. En aquellos rostros frustrados, irritados por no poder disfrutar de su evento exclusivo en medio de una historia que no les pertenecía, vi reflejada nuestra absurda época de selfies vacíos y turistas anestesiados, viajando sin más propósito que aumentar una colección virtual llena de lugares que jamás entenderán.

Guardé la cámara sin hacer una sola foto. Aquella imagen ya estaba grabada en mi memoria con más fuerza que cualquier fotografía. Me alejé despacio, pensando que quizá Éfeso, con aquella pequeña revuelta improvisada, había recuperado por un momento la dignidad perdida frente a los bárbaros modernos armados de teléfonos móviles.

Aquella noche, como represalia contra la rebelión improvisada, los responsables locales decidieron no encender la iluminación nocturna de la fachada de la biblioteca, impidiendo así que la multitud victoriosa pudiese fotografiar el monumento.

Fue entonces cuando, con la escasa luz disponible, a pulso y forzando el ISO hasta 1600, encuadré la parte superior de la fachada, esquivando en el encuadre a la muchedumbre que aún merodeaba bajo el monumento, algunos de ellos picoteando ávidamente los canapés abandonados del banquete frustrado.

Biblioteca de Celso, Éfeso,  junio 2024
Nikon Z-fc, Nikon DX 15-50 mm. f/3,5-6,3 a 33 mm.
Apertura f/5 Obturación 1/125s. ISO 100

Biblioteca de Celso, Éfeso,  junio 2024
Nikon Z-fc, Nikon DX 15-50 mm. f/3,5-6,3 a 16 mm.
Apertura f/3,5 Obturación 1/20s. ISO 1600


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